
Desde que decidí trabajar un poco la calma, todo va más suave.
Y tengo que reconocer que me costó averiguar que era justo eso lo que necesitaba.
Bueno, en realidad no estoy segura de sí lo encontré, lo reconocí o me vino a ver, pero el caso es que la calma es lo que ahora me salva.
Y ha sido gracias a que la meditación me ha llevado a ser menos reactiva, aceptar más y quererme más.
Un montón de gente cree que no hay meditación plena hasta que no dejas la mente en blanco. Y no pueden estar más alejados de la realidad.
Cada etapa tiene su ritmo. Lo bonito es integrar ese aprendizaje y que disfrutes de cada evolución. Bueno, mejor aún, que goces cada sesión.
Para mí unir la meditación al baile fue todo un descubrimiento porque, con un poco de conciencia, fui lentamente siendo capaz de calmar mi mente sin la necesidad de dejarla vacía por completo de pensamientos.
Cuando pones en el centro tu mente, pero además le das espacio a tu cuerpo, de repente el alma se une a la fiesta y las tres dimensiones te hacen fluir.
Te puede sonar un poco terrenal. A mí al principio también me costó entrar.
Yo era escéptica y no entendía cómo la gente podía encontrar serenidad en una actividad que, para mí, de entrada, era súper frustrante.
Y empecé a juzgarme por ser incapaz.
Y me empecé a enfadar conmigo misma por no llegar.
Pero en medio de estar pensando si abandonar la meditación para siempre o no, tuve la suerte de encontrar un gran maestro que me acompañó a transitar ese camino en el que casi había optado por la retirada.
Y hoy es el día que no sé en qué lado disfruto más. Si como practicante o como guía.
Porque tener en mis manos la oportunidad de proporcionar un poco de bienestar casi me resulta tan placentero como alcanzarlo para mí.